Tengo un superpoder: el de reaccionar tarde a cualquier estímulo. Y si hay un debate abierto sobre un tema, no voy a comportarme de forma diferente. Por eso, aunque hace ya días que este tema fue de “candente actualidad” en redes sociales, yo voy a hablar de él ahora en mi blog, esperando que alguien tan rezagado como yo también se interese.
¿Por qué no vamos ya al cine? Esta es la pregunta. Estoy convencida de que no se puede generalizar una respuesta, aunque cada uno podamos encontrar factores comunes en lo que tenemos que decir al respecto. Yo hablaré de mi caso y después, si os apetece, me comentáis el vuestro en los comentarios de este blog o en redes sociales. Estaré encantada de leeros. Es más, ¡estoy deseando hacerlo!
Me crié en los años ochenta, una época en la que cada película estrenada en la gran pantalla era un gran éxito. En aquellos años, se estilaba el cine para toda la familia, si bien también podíamos encontrar películas para adolescentes y adultos. Ir al cine era todo un acontecimiento que se vivía con ilusión, sobre todo en verano. Mi localidad natal estaba llena de salas estivales que, aunque un poco incómodas (los cojines para los duros asientos tardaron en llegar) proporcionaban la misma gran experiencia para los que allí íbamos.
Llegaron los noventa y la proliferación de los videoclubs (que ya existían en los años ochenta). En casa alquilábamos bastantes películas, pero yo continuaba yendo al cine, con los amigos del instituto y también sola. Por entonces, las películas de la gran pantalla seguían siendo todas, o casi todas, grandes bombazos.
Los estudios universitarios me hicieron trasladarme a Granada, un lugar donde a primeros de siglo la oferta cinematográfica era mayor que en Almuñécar, mi pueblo. Y es que si bien en mi ciudad natal solo había proyecciones diarias durante el verano, en invierno teníamos que esperar a la oferta del fin de semana de la Casa de la Cultura, mientras que en la capital de la provincia podíamos ir al cine cualquier día. En el centro había varios cines a los que me era fácil llegar. ¡Y estaba el día del espectador!
Los miércoles la entrada era más barata. No solo eso: era tremendamente asequible. De hecho, ir al cine cualquier día de la semana no suponía tampoco un gran desbarajuste económico. Esa un gasto perfectamente asequible.
Poco a poco, todo fue cambiando: las salas de cine del centro fueron cerrando, quedando solo un par de ellas, los precios fueron subiendo y los estrenos fueron cada vez menos atractivos, desde mi punto de vista. Lo videoclubs se fueron extinguiendo conforme crecieron las plataformas de entretenimiento digitales. Estas no solo te ofrecen cine, sino también series y programas varios. Además, no hay que esperar dos o tres años desde que una película se estrena en el cine hasta que llega a estos espacios: en pocos meses ya están en ellas, cuando no se aparecen ahí directamente.
En conclusión, a mí el cine me sigue gustando, pero las películas que se proyectan, en su mayoría, no despiertan tanto mi interés; el precio de las entradas se ha vuelto casi un lujo; y las salas de cine se han trasladado, en su mayoría, a los centros comerciales, lo que me resulta incómodo. Y un dato más: las películas hoy en día me resultan excesivamente largas. ¿En qué momento dejamos de disfrutar de aquellas historias de hora y media en las que no sobraba ni un fotograma?
Aunque solo vaya al cine ya una vez al año, normalmente en verano, siempre amaré las películas y creeré en la magia del cine. Y sí, tal vez tendría que esforzarme por ir más.
Gracias por leer este artículo. ¿Me dejas tu opinión del tema?

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